En el gran templo de la diosa Artemisa, en la ciudad de Éfeso, había un hermoso jardín lleno de robustos y elegantes árboles y frutales. Un día, el jardinero que se encargaba de cuidarlo, fue a visitarlo y descubrió que sus árboles, arbustos y flores se estaban muriendo. La muerte se cernía sobre aquellas pobres plantas tal y como se cernió sobre su gran amigo Mausolo, en antaño gobernante de la ciudad de Halicarnaso, no quedando más recuerdo de él que el gran mausoleo que en su día se erigió. Intrigado y preocupado, preguntó a los habitantes del jardín a qué se debía su agonía.
El Roble le dijo que se moría porque nunca podría abrazar el cielo como sí hacía el Pino gracias a su gran envergadura. Volviéndose al Pino, lo halló de capa caída porque él nunca llegaría a dar esas jugosas uvas que daba la Vid. Y la Vid se moría porque no podía florecer como la Rosa. Por su parte, la Rosa lloraba porque no podía ser alta y sólida como el Roble.
Entonces encontró una planta, una Fresa, floreciendo y más fresca que nunca. Él la preguntó:
· ¿Cómo es que creces saludable y vigorosa en medio de este jardín ahora mustio y sombrío?
· No lo sé. Quizás sea porque siempre supuse que cuando me plantaste, era porque querías fresas. Si hubieras querido un Roble o una Rosa, los habrías plantado. Por ese motivo siempre me he dicho a mí misma: Intentaré ser Fresa de la mejor manera que pueda.
Ahora es tu turno. Estás aquí para contribuir con tu fragancia. Simplemente mírate a ti mismo. No hay posibilidad de que seas otra persona. Puedes disfrutarlo y florecer regado con tu propio amor por ti, o puedes marchitarte en tu propia condena…